A ver. Si digo que en este momento me encuentro sentado en un pasillo cuidando que el ruso de metro noventa y espalda de campeón olímpico de natación no escape de su habitación, puede que de una impresión más o menos errada de lo que realmente está sucediendo. Así que habrá que explicar un poco más en detalle. La cosa va más o menos así.
Hace una semana llegué a Suiza desde Dinamarca, tras un largo viaje en tren con escala en Hamburgo, donde me agarró una tormenta de proporciones y tuve que buscar refugio en el primer hotelucho que encontré a la salida de la estación. En realidad lo de hotelucho suena despectivo cuando en realidad es todo lo contrario, ya que lo que yo buscaba era un hostal, por lo que tuve que doblar mi presupuesto para pagar el lugar que encontré. A Dinamarca llegué, como ya he contado anteriormente, desde España, y terminé quedándome poco más de una semana. Fue una experiencia totalmente surreal, en todo orden de cosas. En el plano más evidente, viví un número considerable de días sin oscuridad. Como pasé ahí el solsticio de verano, podemos estar seguros de que nunca en mi vida había experimentado días tan largos (y eso que los noruegos que conocí decían que a ellos la oscuridad que había entre la medianoche y las dos de la mañana les parecía una bendición, cuando lo que más se podría decir es que la mitad del cielo se oscurecía y la otra mitad permanecía con luz). En segundo lugar, mi anfitrión -un danés capitán de barco al que las horas de soledad en altamar parecen haber afectado en más de un sentido- se encargó de que mi agenda estuviera llena de actividades, al punto que algunos días tuve que pedirle por favor que me dejara solo y que quería descansar, porque el tipo en realidad exprimía las veintidos horas del día al máximo. Y cuando él estaba ocupado, me entregaba las llaves del Mercedes '56 y me mandaba a dar una vuelta. El día del solsticio, por ejemplo, fuimos a un fogón en la playa en que se quemaba una bruja de paja (el fuego no se veía mucho porque, ya está dicho, estaba completamente de día), y todos cantaban y tomaban cerveza. Mucha, mucha cerveza. Porque, claro, el lugar donde Olaf, que así se llama mi amigo, es un balneario cerca de Skagen, el punto más al norte de la península danesa (en realidad, Península de Jutlandia), y por ende casi todas las personas con las que me cruzaba eran turistas, principalmente de Noruega y de Suecia. Me imagino que para ellos ir a Dinamarca es como para nosotros ir a Brasil. Otro día fuimos a la celebración de los no sé cuántos años de una batalla contra Suecia que ganaron gracias a un héroe que viene a ser como nuestro Arturo Prat. Claro que acá no tienen problema con que el héroe haya sido homosexual, porque el actor que contrataron (y que se sentó a nuestra mesa después de las funciones) dejaba a Gonzalo Cáceres a la altura de Rambo. A propósito, leí que murió la Sarita Vásquez. En fin, la gracia de esta celebración era que se realizaba en un pueblo específico que se vestía completamente como en esa época (1717 si no me falla la memoria), y aparte de mí y alguno que otro despistado, todo el mundo parecía sacado de una película de Los Tres Mosqueteros. Los stand de comida vendían productos de la época y cerveza en jarras tradicionales. Los borrachines cantaban canciones de taberna y celebraban haber derrotado a los suecos. Y en el punto más álgido de la función (había un escenario en que se recreaba el espíritu heróico del afeminado prócer) llegaban unos barcos con banderas suecas y comenzaba un combate naval con cañones y todo, y con efectos especiales muy buenos porque cuando sonaban las balas de cañón salpicaba mucha agua entre las dos flotas, aunque hay que decir que el agua salpicaba siempre en el mismo lugar haciendo que el efecto perdiera un poco de realismo. Al rato los suecos bajaban las banderas y todo el mundo muy feliz. Entre las otras cosas que hicimos, estuvo el recolectar miel (o robársela a las abejas, esa fue la idea que me dio), y llevar a los recién egresados del colegio en un paseo muy extraño. Esto quizá valga la pena alguna explicación más. Resulta que Olaf, además de ser capitán de barco tiene caballos. Más o menos diez caballos, todos de raza islandesa. Son animales muy robustos y peludos, y al parecer con tendencia a la diabetes. Como en Islandia hay poco pasto, tienen un metabolismo muy lento que les permite alimentarse poco y esporádicamente lo que, cuando llegan a un lugar con más abundancia como Dinamarca, los vuelve obesos e insulino-dependientes. Así que hay que cuidarlos, inyectarles insulina y mantenerlos ejercitados. La cosa es que mi amigo se genera algunos ingresos extra con distintos trabajos que le salen relacionados con los caballos, como realizar paseos a niños con síndrome de Down. Y de hecho se me olvidaba una parte muy importante, porque durante las celebraciones de la guerra contra los suecos Olaf tenía un rol muy importante, el de llevar la carroza real. Así que muy temprano partió vestido con su traje de época y durante todo el día paseaba al actor que representaba al rey por aquí y por allá. Y entre paseo y paseo, vaya poniéndole cerveza. Ya para la noche se había empinado decenas de las jarritas esas, así que tuve que manejar de vuelta. Porque esa fue otra de las constantes de la visita, yo era una especie de conductor designado que permitía que mi amigo pudiera saciar su apetito por el alcohol sin necesidad de quedarse en casa, así que era siempre muy animoso en convidarme a compartir sus panoramas nocturnos. Pero lo que estaba contando era lo de los graduados. Una vez al año toma tres caballos y los amarra a una carreta bastante grande y va a uno de los colegios de la región, donde recoge a una veintena de jóvenes, todos con gorras marineras de distintos colores que simbolizan cuántos años de bachillerato hicieron, y los lleva en un paseo tradicional por las casas de cada uno, y en cada casa comen y beben, hasta que a la tarde ya no les queda espacio ni para la dignidad. Y al jinete no lo excluyen mucho de las celebraciones, así que en la tarde era yo nuevamente el que conducía.
De Dinamarca me llevo un buen recuerdo, aunque no podría haberme quedado todo el verano. Mi amigo resultó ser mucho más dependiente de lo que me había imaginado, y para mí no es posible mantener una relación basada en dependencia. Necesito espacio y tiempo para mí y para mis cosas. Fue una bonita visita, y todos los días le hice una clase de yoga (lo que fue bueno para él y para mí), pero a la semana ya me parecía correcto irme. Si no fuera porque Jamie estaba ahí conmigo, probablemente la partida hubiera sido a los dos días.
Y así llegué a Suiza. Lo que me trajo por estos lados fue, por primera vez en mucho tiempo, el dinero. Hasta ahora en general mis movimientos eran siempre con saldo negativo o, a lo más, cero. Y esto -no se necesita haber estudiado economía para entenderlo- no es sustentable en el largo plazo. Así que acepté un trabajo pagado que, además, sonaba muy entretenido. Y la verdad es que es entretenido, pero requiere hacer la vista gruesa en torno a varios de mis principios en torno a la educación. Estoy en un colegio internacional para niños adinerados, trabajando como tutor en el campamento de verano. Hoy cumplo una semana, y mi rutina es más o menos así: levantar a todos los de mi piso a las 7:30am, para que estén tomando desayuno a las ocho. Vigilarlos mientras toman desayuno. Libre hasta las dos y media, con posibilidad de almuerzo a las doce. Reunión hasta las tres para planificar las actividades de la tarde. Recoger a los alumnos de sus salas de clase y llevarlos de vuelta a las habitaciones, para que en media hora se preparen para las actividades. Tomar un grupo y llevarlos a la actividad predeterminada (hasta hoy han sido rafting, trekking, bicicleta, natación y, mañana, defensa personal). Entretenerlos hasta las cinco de la tarde, después llevarlos hasta el área de deportes para que socialicen con el resto del campamento, con sus iPods, o con quien quieran hasta las seis. Llevarlos de vuelta a la casa, que se relajen y se preparen para la cena. A las siete llevarlos de la casa al comedor, y vigilarlos mientras comen. Cuarenta y cinco minutos después llevarlos a donde se realizan las actividades de la tarde (algún espectáculo contratado o un paseo al lago o una búsqueda del tesoro, etc). Y a las nueve y media traerlos de vuelta, para mandarlos a las habitaciones a las diez y apagar las luces media hora después (ya quisiera que esto último fuera tan fácil). Quisiera poder extenderme más acerca del modelo educativo y lo que se plantea en esta escuela, pero creo que no sería correcto hablar de mi empleador en este momento. Baste con decir que la educación tradicional definitivamente no es mi campo, y que cada día creo más firmemente en que enseñar es un proyecto conjunto entre el educador y el educando. Y, humildemente, eso es lo que trato de transmitir a mi grupo. Mis puntos de vista me han traído un par de discusiones acaloradas con algunos miembros del staff pero, como me dijo otro de los tutores -un turco muy simpático que además fue alumno acá-, esto es un trabajo y no hay que dejar que se torne en un problema.
Y ahora habría que explicar entonces por qué estoy cuidando al moscovita con que empecé este relato. Resulta que más de la mitad de los alumnos vienen de Rusia o de países árabes. El resto, repartido entre Europa (principalmente España) y Brasil, con uno que otro de Japón o de alguna otra parte. Y así se van formando clanes dignos de una película de Scorsese. Y en mi piso está el clan ruso, que todas las noches da problemas porque se quedan todos en una habitación y hay que corretearlos ciento cincuenta veces. Y como era de esperarse, donde hay un clan ruso aparece el vodka. Y como los directores fueron muy específicos que cualquier episodio relacionado con alcohol sería severamente castigado, ya tenemos seis chicos tomando el próximo avión a Moscú. Y uno de ellos, Feodor -quien no sólo asegura no haber tenido nada que ver con el asunto, sino que también cuenta con el apoyo de todos los involucrados-, quedó totalmente destruido por la noticia; quién sabe si por miedo a como reaccionará su papá (otro gigante eslavo al que conocí un día que sacó a su hijo para cenar), o porque realmente quería permanecer en el campamento (lo que, por el ánimo que muestra durante las actividades, dudo mucho). Y tan destruido quedó el pobre muchacho que le permitieron no asistir a la actividad de esta tarde (una disco que se acaba a las nueve y cuarto), y me pidieron que me quedara en el piso vigilando que no arrancara o quién sabe qué. Lo que sí, el chico está visiblemente afectado. Los otros lo estaban al principio, pero algo hicieron luego que les quitó el malestar. De hecho, cuando entré a la habitación de uno de ellos para llevarlo a la cena, me lo encontré echado en su cama con una expresión totalmente perdida y como si siguiera una mosca con la vista, claro que en la habitación no había mosca alguna. Cuando le dije que tenía que bajar a la cena me preguntó si necesitaba zapatillas y ropa para correr. Quizá yo debiera haberle dicho que sí, hubiera sido chistoso verlo bajar persiguiendo moscas imaginarias y vestido para una maratón.
Así que así va mi vida ahora. El trabajo es a ratos entretenido y a ratos aburrido, sobre todo cuando tengo que decirles cien veces que no, que no pueden ir al supermercado, que no pueden faltar a las actividades, que no pueden quedarse despiertos (excepto los árabes, que tienen que realizar oraciones a ciertas horas. Por ejemplo, anoche tuvimos un problema con las cañerías y tuve que autorizar a dos saudíes a quedarse despiertos porque no pueden rezar sin antes ducharse), que no pueden ir a donde viven las alumnas, que no pueden quedarse en sus habitaciones a la hora de las comidas, y un largo y negativo etcétera. Pero hay momentos bonitos. Momentos en que me exponen sus puntos de vista sobre Alá o sobre Vladimir Putin (cada cual gozando de una importancia similar en sus respectivos territorios). Momentos en que me piden explicaciones sobre por qué no como carne y parecen estar realmente interesados. Momentos en que estoy solo en mi habitación y puedo hacer yoga o imaginar lo que haré cuando me paguen mi salario. En fin, momentos en los que vuelvo a sentir que no es mucho lo que necesito en la vida, y que pase lo que pase todo va a estar bien.