viernes, 8 de julio de 2011

A ver. Si digo que en este momento me encuentro sentado en un pasillo cuidando que el ruso de metro noventa y espalda de campeón olímpico de natación no escape de su habitación, puede que de una impresión más o menos errada de lo que realmente está sucediendo. Así que habrá que explicar un poco más en detalle. La cosa va más o menos así.


Hace una semana llegué a Suiza desde Dinamarca, tras un largo viaje en tren con escala en Hamburgo, donde me agarró una tormenta de proporciones y tuve que buscar refugio en el primer hotelucho que encontré a la salida de la estación. En realidad lo de hotelucho suena despectivo cuando en realidad es todo lo contrario, ya que lo que yo buscaba era un hostal, por lo que tuve que doblar mi presupuesto para pagar el lugar que encontré. A Dinamarca llegué, como ya he contado anteriormente, desde España, y terminé quedándome poco más de una semana. Fue una experiencia totalmente surreal, en todo orden de cosas. En el plano más evidente, viví un número considerable de días sin oscuridad. Como pasé ahí el solsticio de verano, podemos estar seguros de que nunca en mi vida había experimentado días tan largos (y eso que los noruegos que conocí decían que a ellos la oscuridad que había entre la medianoche y las dos de la mañana les parecía una bendición, cuando lo que más se podría decir es que la mitad del cielo se oscurecía y la otra mitad permanecía con luz). En segundo lugar, mi anfitrión -un danés capitán de barco al que las horas de soledad en altamar parecen haber afectado en más de un sentido- se encargó de que mi agenda estuviera llena de actividades, al punto que algunos días tuve que pedirle por favor que me dejara solo y que quería descansar, porque el tipo en realidad exprimía las veintidos horas del día al máximo. Y cuando él estaba ocupado, me entregaba las llaves del Mercedes '56 y me mandaba a dar una vuelta. El día del solsticio, por ejemplo, fuimos a un fogón en la playa en que se quemaba una bruja de paja (el fuego no se veía mucho porque, ya está dicho, estaba completamente de día), y todos cantaban y tomaban cerveza. Mucha, mucha cerveza. Porque, claro, el lugar donde Olaf, que así se llama mi amigo, es un balneario cerca de Skagen, el punto más al norte de la península danesa (en realidad, Península de Jutlandia), y por ende casi todas las personas con las que me cruzaba eran turistas, principalmente de Noruega y de Suecia. Me imagino que para ellos ir a Dinamarca es como para nosotros ir a Brasil. Otro día fuimos a la celebración de los no sé cuántos años de una batalla contra Suecia que ganaron gracias a un héroe que viene a ser como nuestro Arturo Prat. Claro que acá no tienen problema con que el héroe haya sido homosexual, porque el actor que contrataron (y que se sentó a nuestra mesa después de las funciones) dejaba a Gonzalo Cáceres a la altura de Rambo. A propósito, leí que murió la Sarita Vásquez. En fin, la gracia de esta celebración era que se realizaba en un pueblo específico que se vestía completamente como en esa época (1717 si no me falla la memoria), y aparte de mí y alguno que otro despistado, todo el mundo parecía sacado de una película de Los Tres Mosqueteros. Los stand de comida vendían productos de la época y cerveza en jarras tradicionales. Los borrachines cantaban canciones de taberna y celebraban haber derrotado a los suecos. Y en el punto más álgido de la función (había un escenario en que se recreaba el espíritu heróico del afeminado prócer) llegaban unos barcos con banderas suecas y comenzaba un combate naval con cañones y todo, y con efectos especiales muy buenos porque cuando sonaban las balas de cañón salpicaba mucha agua entre las dos flotas, aunque hay que decir que el agua salpicaba siempre en el mismo lugar haciendo que el efecto perdiera un poco de realismo. Al rato los suecos bajaban las banderas y todo el mundo muy feliz. Entre las otras cosas que hicimos, estuvo el recolectar miel (o robársela a las abejas, esa fue la idea que me dio), y llevar a los recién egresados del colegio en un paseo muy extraño. Esto quizá valga la pena alguna explicación más. Resulta que Olaf, además de ser capitán de barco tiene caballos. Más o menos diez caballos, todos de raza islandesa. Son animales muy robustos y peludos, y al parecer con tendencia a la diabetes. Como en Islandia hay poco pasto, tienen un metabolismo muy lento que les permite alimentarse poco y esporádicamente lo que, cuando llegan a un lugar con más abundancia como Dinamarca, los vuelve obesos e insulino-dependientes. Así que hay que cuidarlos, inyectarles insulina y mantenerlos ejercitados. La cosa es que mi amigo se genera algunos ingresos extra con distintos trabajos que le salen relacionados con los caballos, como realizar paseos a niños con síndrome de Down. Y de hecho se me olvidaba una parte muy importante, porque durante las celebraciones de la guerra contra los suecos Olaf tenía un rol muy importante, el de llevar la carroza real. Así que muy temprano partió vestido con su traje de época y durante todo el día paseaba al actor que representaba al rey por aquí y por allá. Y entre paseo y paseo, vaya poniéndole cerveza. Ya para la noche se había empinado decenas de las jarritas esas, así que tuve que manejar de vuelta. Porque esa fue otra de las constantes de la visita, yo era una especie de conductor designado que permitía que mi amigo pudiera saciar su apetito por el alcohol sin necesidad de quedarse en casa, así que era siempre muy animoso en convidarme a compartir sus panoramas nocturnos. Pero lo que estaba contando era lo de los graduados. Una vez al año toma tres caballos y los amarra a una carreta bastante grande y va a uno de los colegios de la región, donde recoge a una veintena de jóvenes, todos con gorras marineras de distintos colores que simbolizan cuántos años de bachillerato hicieron, y los lleva en un paseo tradicional por las casas de cada uno, y en cada casa comen y beben, hasta que a la tarde ya no les queda espacio ni para la dignidad. Y al jinete no lo excluyen mucho de las celebraciones, así que en la tarde era yo nuevamente el que conducía.


De Dinamarca me llevo un buen recuerdo, aunque no podría haberme quedado todo el verano. Mi amigo resultó ser mucho más dependiente de lo que me había imaginado, y para mí no es posible mantener una relación basada en dependencia. Necesito espacio y tiempo para mí y para mis cosas. Fue una bonita visita, y todos los días le hice una clase de yoga (lo que fue bueno para él y para mí), pero a la semana ya me parecía correcto irme. Si no fuera porque Jamie estaba ahí conmigo, probablemente la partida hubiera sido a los dos días.


Y así llegué a Suiza. Lo que me trajo por estos lados fue, por primera vez en mucho tiempo, el dinero. Hasta ahora en general mis movimientos eran siempre con saldo negativo o, a lo más, cero. Y esto -no se necesita haber estudiado economía para entenderlo- no es sustentable en el largo plazo. Así que acepté un trabajo pagado que, además, sonaba muy entretenido. Y la verdad es que es entretenido, pero requiere hacer la vista gruesa en torno a varios de mis principios en torno a la educación. Estoy en un colegio internacional para niños adinerados, trabajando como tutor en el campamento de verano. Hoy cumplo una semana, y mi rutina es más o menos así: levantar a todos los de mi piso a las 7:30am, para que estén tomando desayuno a las ocho. Vigilarlos mientras toman desayuno. Libre hasta las dos y media, con posibilidad de almuerzo a las doce. Reunión hasta las tres para planificar las actividades de la tarde. Recoger a los alumnos de sus salas de clase y llevarlos de vuelta a las habitaciones, para que en media hora se preparen para las actividades. Tomar un grupo y llevarlos a la actividad predeterminada (hasta hoy han sido rafting, trekking, bicicleta, natación y, mañana, defensa personal). Entretenerlos hasta las cinco de la tarde, después llevarlos hasta el área de deportes para que socialicen con el resto del campamento, con sus iPods, o con quien quieran hasta las seis. Llevarlos de vuelta a la casa, que se relajen y se preparen para la cena. A las siete llevarlos de la casa al comedor, y vigilarlos mientras comen. Cuarenta y cinco minutos después llevarlos a donde se realizan las actividades de la tarde (algún espectáculo contratado o un paseo al lago o una búsqueda del tesoro, etc). Y a las nueve y media traerlos de vuelta, para mandarlos a las habitaciones a las diez y apagar las luces media hora después (ya quisiera que esto último fuera tan fácil). Quisiera poder extenderme más acerca del modelo educativo y lo que se plantea en esta escuela, pero creo que no sería correcto hablar de mi empleador en este momento. Baste con decir que la educación tradicional definitivamente no es mi campo, y que cada día creo más firmemente en que enseñar es un proyecto conjunto entre el educador y el educando. Y, humildemente, eso es lo que trato de transmitir a mi grupo. Mis puntos de vista me han traído un par de discusiones acaloradas con algunos miembros del staff pero, como me dijo otro de los tutores -un turco muy simpático que además fue alumno acá-, esto es un trabajo y no hay que dejar que se torne en un problema.


Y ahora habría que explicar entonces por qué estoy cuidando al moscovita con que empecé este relato. Resulta que más de la mitad de los alumnos vienen de Rusia o de países árabes. El resto, repartido entre Europa (principalmente España) y Brasil, con uno que otro de Japón o de alguna otra parte. Y así se van formando clanes dignos de una película de Scorsese. Y en mi piso está el clan ruso, que todas las noches da problemas porque se quedan todos en una habitación y hay que corretearlos ciento cincuenta veces. Y como era de esperarse, donde hay un clan ruso aparece el vodka. Y como los directores fueron muy específicos que cualquier episodio relacionado con alcohol sería severamente castigado, ya tenemos seis chicos tomando el próximo avión a Moscú. Y uno de ellos, Feodor -quien no sólo asegura no haber tenido nada que ver con el asunto, sino que también cuenta con el apoyo de todos los involucrados-, quedó totalmente destruido por la noticia; quién sabe si por miedo a como reaccionará su papá (otro gigante eslavo al que conocí un día que sacó a su hijo para cenar), o porque realmente quería permanecer en el campamento (lo que, por el ánimo que muestra durante las actividades, dudo mucho). Y tan destruido quedó el pobre muchacho que le permitieron no asistir a la actividad de esta tarde (una disco que se acaba a las nueve y cuarto), y me pidieron que me quedara en el piso vigilando que no arrancara o quién sabe qué. Lo que sí, el chico está visiblemente afectado. Los otros lo estaban al principio, pero algo hicieron luego que les quitó el malestar. De hecho, cuando entré a la habitación de uno de ellos para llevarlo a la cena, me lo encontré echado en su cama con una expresión totalmente perdida y como si siguiera una mosca con la vista, claro que en la habitación no había mosca alguna. Cuando le dije que tenía que bajar a la cena me preguntó si necesitaba zapatillas y ropa para correr. Quizá yo debiera haberle dicho que sí, hubiera sido chistoso verlo bajar persiguiendo moscas imaginarias y vestido para una maratón.


Así que así va mi vida ahora. El trabajo es a ratos entretenido y a ratos aburrido, sobre todo cuando tengo que decirles cien veces que no, que no pueden ir al supermercado, que no pueden faltar a las actividades, que no pueden quedarse despiertos (excepto los árabes, que tienen que realizar oraciones a ciertas horas. Por ejemplo, anoche tuvimos un problema con las cañerías y tuve que autorizar a dos saudíes a quedarse despiertos porque no pueden rezar sin antes ducharse), que no pueden ir a donde viven las alumnas, que no pueden quedarse en sus habitaciones a la hora de las comidas, y un largo y negativo etcétera. Pero hay momentos bonitos. Momentos en que me exponen sus puntos de vista sobre Alá o sobre Vladimir Putin (cada cual gozando de una importancia similar en sus respectivos territorios). Momentos en que me piden explicaciones sobre por qué no como carne y parecen estar realmente interesados. Momentos en que estoy solo en mi habitación y puedo hacer yoga o imaginar lo que haré cuando me paguen mi salario. En fin, momentos en los que vuelvo a sentir que no es mucho lo que necesito en la vida, y que pase lo que pase todo va a estar bien.

viernes, 24 de junio de 2011

Se acabó el curso de Yoga. Ayer en la tarde fue la ceremonia de clausura, y recibí el diploma que me acredita como profesor. Después vino el banquete final, que poco tuvo que ver con la austeridad y pureza que guardamos durante el último mes. Corrió el jamón, chorizo, la sangría y los canutos como si lo que estuvieramos celebrando fuera haber terminado de grabar un disco de rock. Para mí fue triste en un comienzo, porque me parecía raro ver a mis instructores y co-aspirantes dándo rienda suelta a sus apetitos, pero la verdad es que ya bien pasada la medianoche, cuando sólo quedábamos unos pocos estirando nuestras últimas horas juntos, me pareció que habíamos logrado un nivel de fraternidad y confianza que permitía que algunos se dieran uno que otro gusto.


Ahora quedamos sólo Jamie (ya mencionada en la entrada anterior, probablemente a ser mencionada en entradas futuras), Lucy (una China-Canadiense a la cual conocí en el taxi que tomamos apenas bajé del bus que nos llevó a Órgiva hace ya cuatro semanas) y su novio Franco, que llegó ayer desde Viena para pasar diez días juntos en una pre-luna de miel; ya que se casan a principios de julio. Está todo muy tranquilo, y nuevamente aparece la sensación de melancolía que invariablemente viene cuando todos parten tras haber pasado un tiempo tan intenso. Y este tiempo sí que fue intenso, al punto que en algunos momentos pensé que hasta hoy no aguantaba. Todos los días practicando meditación, respiración, posturas y clases teóricas desde las 6 de la mañana a las 6 de la tarde. Todos los días queriendo ir a dormir temprano y teniendo que cocinar y terminar quedandome despierto hasta tarde. Todas las mañanas pensando que no quiero levantarme. Y todo el tiempo fascinado por la enorme cantidad de cosas que hay para aprender, las distintas experiencias y aprendizajes que hay para compartir, y los momentos de silencio y soledad en que todo esto es procesado y atesorado.


Cada semana fue distinta, y así lo fue cada día y cada hora. Todos los días había algo completamente nuevo, incluso aquellas cosas que nada tenían que ver con el currículum que habían planeado los instructores. El lugar en que nos quedamos era una maravilla y José -el dueño- un personaje de aquellos que van quedando poco. Después de haber recorrido gran parte del mundo y de haber trabajado en casi todo lo imaginable, se casó con una chilena en Valparaíso y volvió a la finca donde se crió. Ahora la mantiene prácticamente por su cuenta (lo que no es poco decir cuando estamos hablando de 300 hectáreas) y produce aceite de oliva, jamón serrano y una amplia variedad de frutas y verduras, todo de cultivo orgánico. Siempre estuvo muy preocupado de que no nos faltara nada, y nos convidaba de su aceite, vegetales y, en la última noche, sangría. Un día nos invitó a ordeñar las cabras y nos regaló la leche. Varias tardes nos invitó a lo que llamaba canuto time, y varias veces tuvimos que explicarle que no podíamos. Tan bien atendidos estuvimos que prácticamente nunca abandonamos el lugar, salvo el par de veces que viajamos a Órgiva al supermercado, y las caminatas a través de las montañas Alpujarras a través de cortijos y pueblos de 30 casas. Lo único que a mi me ha causado algo de problemas han sido las moscas, los tábanos y el polen. Mucho estornudo, mucha picada y mucha mosca en el cuerpo todo el tiempo. Fuera de eso, óptimo.


En total éramos nueve practicantes de los cuales, contrario a mis suposiciones, dos éramos hombres. Con Francois (el otro) compartimos una pieza que los primeros días pusieron a prueba mi tolerancia a los aromas franceses, cosa que disminuyó notablemente a lo largo del curso, lo que él atribuye a haber dejado los lácteos. Yo, por mi parte, también experimenté con una nueva dieta, que consiste en no mezclar proteínas con carbohidratos en las comidas; pero la verdad es que no noté mayores cambios ni en mi metabolismo ni en mi estado general. Quizá la dieta no está diseñada para vegetarianos, quizá no tiene ningún fundamento, pero creo que no la voy a seguir. De todas formas, cada vez se me hace más fácil ser coherente con mis hábitos alimenticios, y siento menos culpa cuando rechazo algún plato. De hecho Karin (la chilena casada con José) nos invitó mañana a comer paella y aceptó perfectamente que yo fuera vegetariano, y fue mucho más fácil decirlo así, directamente, que dar rodeos y terminar sacando los mariscos del plato.


Los participantes del curso tenían todos prácticas de yoga muy avanzada, y cada cual contaba con su super poder (uno podía pararse sobre las manos por tiempo indefinido, una era ultra-flexible, yo al parecer puedo arquear mi espalda más que ninguno...). Incluso había una holandesa, Jana, que vino con su hija de 3 meses y su marido, y entre teta y teta ahí estaba para todas las prácticas y todas las clases. La relación entre todos fue, según pude apreciar, óptima y hubieron muy pocas y mínimas asperezas. En realidad me atrevería a decir que las relaciones fueron demasiado buenas, lo que terminaba haciendo que todas las tardes nos quedáramos conversando hasta bien entrada la noche, y que en las mañanas apenas pudieramos levantarnos para la limpieza comunal de fosas nasales (qué le vamos a hacer, esto es yoga señores) y la práctica. Creo que pocas veces en mi vida me ha costado tanto sentarme y estar quieto media hora, y cuando tramposamente habría los ojos y miraba a mi alrededor, veía a varios cabeceando o derechamente entregados a los brazos de Morfeo. Un día en particular, durante la tercera semana (según uno de los instructores la semana más difícil de todos los cursos) faltaron tres, yo tuve que salirme en la mitad de la respiración, y una se fue a negro completamente y terminó como un mendigo apoyada contra un pilar de la sala. Parecía realmente un campo de batalla, y el pobre Mitch (el instructor) tuvo que añadir “para aquellos que todavía puedan” a cada una de sus instrucciones.


Los instructores fueron en total cuatro, aunque los que estaban a cargo eran Mitch y Rocío, él medio inglés, medio indio, ella española. Ambos son pareja hace algunos años, y Rocío nos ponía a todos los nervios de punta cada vez que lo llamaba con su agudo grito Yuuuuju, Maaark! A mí me puso los nervios de punta aún más un par de veces por uno que otro mal entendido que tuvimos. Dado el torbellino emocional en que me encontraba, esto me hizo seriamente considerar abandonar el curso, sólo para darme cuenta después de que también era parte del aprendizaje. Lo que sí, ambos sabían mucho de lo que hacían, especialmente él, que a sus cincuenta años dice haber sido de los primeras personas en haber traído el yoga a Londres. Durante el curso, él era el instructor de mediaación, pranayama, ashtanga y anatomía; y ella de filosofía y de coordinar el buen funcionamiento del curso; aunque ambos roles se intercambiaban bastante. Además de ellos, durante la primera semana tuvimos a Chris y durante la segunda y tercera a Jane, australiana y canadiense respectivamente, y ambas con más energía que lo que se puede exclusivamente atribuir al yoga. Con la primera estudiamos mucho de los “cimientos” de las posturas y las enseñanzas de Godfrey Devereux, y con la segundo un poco de todo, desde Acroyoga (espero que el término diga suficiente) hasta los Chakras. Ambas fueron muy inspiradoras, y daban la impresión de querer compartir todo lo que sabían, estando dispuestas a seguir enseñando mucho más allá de las horas que se les pedía.


Ahora Lucy y Franco volvieron de la caminata de varias horas que tomaron, y parecen estar bastante cansados, y con algunos cambios de planes. En principio partían el lunes, y Jamie y yo íbamos a aprovechar para que nos llevaran, y ahora han decidido partir mañana temprano. Veremos como resultan las cosas, por ahora hay que discutir los planes. Hasta la próxima.



Epílogo


Estoy sentado en la fila posterior de un bus, atravesando las verdes praderas de Dinamarca, bajo un cielo cubierto de nubarrones grises, y rodeado de tierras que difícilmente pueden imaginar la existencia de montañas o de cualquier tipo de relieve. Hace un par de horas aterricé en el aeropuerto de Billund, habiendo pernoctado en los pasillos del de Málaga. Los últimos dós días en el lugar del curso de Yoga fueron apacibles y satisfactorios. Apacibles porque finalmente todos se fueron, incluidos Lucy y Franco; y satisfactorios porque cumplí un sueño que acarreaba hace ya varios años: visitar el pueblo desde donde hace más de un siglo emigró mi abuelo. Ese abuelo al que nunca conocí, y que salió rumbo a Buenos Aires cuando era un niño, y que nunca volvió a España. Temprano el domingo José nos llevó hasta un cruce de caminos cercano desde donde probaríamos suerte para llegar a Ugíjar, el pueblo ancestral, aún a sabiendas de que ese día no habían buses ni transporte público alguno para recorrer los más de sesenta kilómetros que -atravesando las sierras alpujarras- nos separaban. Así que emprendimos la caminata por una ruta casi desprovista de vehículos, frustrados porque todos los que veíamos pasar iban en la dirección opuesta. Hasta que después de un par de horas y cuando ya el calor comenzaba a ser desalentador, un hombre nos recogió y llevó hasta el pueblo mismo. Era un tipo de mediana edad y que nunca había salido de España, y al que no le interesaba mucho lo que estuviera pasando en el resto del mundo. En Ugíjar no hicimos mucho más que visitar la iglesia donde fue bautizado el abuelo (y dónde se celebraba una primera comunión que tenía a todo el pueblo de punta en blanco), dar algunas vueltas, comer un gazpacho y fantasear con cómo la vida habrá sido hace cien años; pero la emoción de estar ahí fue muy fuerte. Y de alguna manera fue como cumplir una tarea pendiente. La mayor parte de la tarde la pasamos caminando y recogiendo naranjas de los árboles que nadie se molestó en cosechar este año, hasta que una pareja de holandeses nos recogió y llevó hasta el cortijo donde nos alojábamos. Y resultó una muy feliz coincidencia, porque los mismos holandeses se ofrecieron a llevarnos a Granada al día siguiente, tras haber conversado de negocios y de la posibilidad de traer turistas a las dependencias de José. Una botella de aceite de oliva y algunas naranjas de nuestra propia recolección fueron todo el pago que pudimos darles. Y así acabaron mis días en Andalucía. Lo último que quizá valga la pena comentar es el requesón que aquella última noche me convidó José, fabricado con la leche de una cabra que recién había parido un cabrito, y que -según nos comentaron- contiene una dosis altísima de proteínas, vitaminas y qué se yo cuánta otra cosa. Era medio amarillento y bastante fuerte, pero de una textura maravillosa. El tío Fermín -un viejo de edad indefinida que se pasa el día sentado mirando el horizonte y dirigiendo a las cabras con su bastón- dijo con notable picardía que el día que dejara embarazada a mi novia iba a tener mucho más, para mi solito. Lo ha dicho el tío Fermín.

martes, 24 de mayo de 2011

Ahora sentado en un bus de Granada a Orgiva, en las montañas Alpujarras de Andalucía. En una hora más debieramos llegar y ser recogidos por un minibús que nos llevará al lugar donde realizaremos el curso de yoga. Somos yo y Iba, una iraní-londinense; más un danés de dos metros al que llamamos Jamie porque pensamos que era el tercero (o la tercera) que se encontraría con nosotros en el terminal. A él le pareció muy gracioso que lo confundiéramos y ahora vamos los tres -después de una breve introducción y explicación acerca de nuestros orígenes, rumbo a lo que nos toca de ahora en adelante. Él no lo tiene muy claro, pero vino a dedo desde Dinamarca porque escuchó que en estas montañas hay un pueblo anarquista que quiere conocer. En el bus van un montón de españoles que parecen ajenos al hecho de que hay elecciones mañana y que varias de las mayores ciudades del país son presas de un descontento social no visto en mucho tiempo. Incluso en la pequeña Ronda, donde me alojé anoche en casa de un amigo mexicano había un grupo no despreciable en la plaza con pancartas y megáfonos.


De Italia partí ayer, dejando atrás los excesos de comida y un confuso y vergonzoso episodio de garrapatas que prefiero no entrar a describir. Ahora me siento un poco débil y con síntomas parecidos a la gripe, aunque estoy casi seguro de que ni tengo fiebre ni mayores indicios de que podría estarme enfermando. Más bien lo atribuyo al largo día de ayer, que comenzó a las 7am y terminó cerca de la una de la mañana de hoy, la mayor parte del tiempo en buses, trenes y aviones. Y también en un auto, porque Juan Carlos (el mexicano) me recogió con un prudente atraso de hora y media desde el aeropuerto de Málaga para llevarme a Ronda. Acá salimos a comer unas pizzas y a dar una vuelta, y conversamos largamente sobre el tiempo y la gente con la que vivimos en Inglaterra hace algunos meses. Él ahora se dedica a la compra y venta de oro y pretende ampliarse a los artículos usados; ambos negocios en alza debido a la desesperada situación ce los españoles, especialmente en el sur. Hoy leí el diario El Mundo de punta a punta y, fuera de algunas páginas dedicadas al presidente del FMI, prácticamente la totalidad de la edición eran noticias y puntos de vista respecto de la situación económico-político-social.


La noticia acerca del señor Strauss-Kahn me generó de inmediato una reflexión que -hasta el momento- no he visto en la discusión noticiosa. A mí las revelaciones me parecen no sólo impactantes, sino también altamente sugerentes. El titular reza más o menos así: “Presidente del Fondo Monetario Internacional acusado de intentar violar a una mujer de origen africano”. Ahora bien, elimine la palabra Presidente y reemplace mujer de origen por nación. Y la acusación se asemeja más a lo que los países que han contraído deuda con la institución (lugar reservado antes exclusivamente a los países el así llamado tercer mundo, pero que hoy por hoy a sido ocupado por varias naciones consideradas desarrolladas) llevan años reclamando. Tal vez por la mente de DSK pasó algo así como ¿'si lo hacemos con los países, por qué no podemos hacerlo con sus ciudadanos'? Es cierto, estoy desconociendo el hecho de que el hombre aún reclama su total inocencia y que el caso está aún lejos de recibir sentencia; pero lo sugerente de la noticia viene dado por el hecho de que por décadas a nadie le ha escandalizado demasiado los términos y condiciones que las instituciones financieras han impuesto sobre países en desesperada necesidad de ayuda financiera, y sólo venimos a establecer un juicio moral frente a un acto muchísimo más pequeño e insignificante. Ojalá alguien, aprovechando la ocasión, presentara cargos respecto de la tremenda violación -ya ni siquiera intento- que se ha realizado constante y sistemáticamente sobre sociedades completas; pero me parece que esto aún está muy lejos de ocurrir.


Salvo por la misteriosa identidad sexual de Jamie (podría ser perfectamente un hombre o una mujer), creo haber deducido de la lista de correos que en el curso al cual en este momento voy de camino soy el único hombre. No sé cuáles serán las reglas del lugar ni nada; pero después de dos meses encerrado en las montañas en Italia con un barbón heroinómano y borracho, un esqueleto que asegura no comer comida cocida, y otros especímenes de calibre similar, volver a ver mujeres ha sido como salir a tomar aire después de cruzar una piscina nadando bajo el agua.


En este momento subimos una cuesta y, a mi derecha, hay montones de molinos de viento. Pero son blancos y dudo que nadie los confundiera con gigantes; aunque en realidad alguien podría asociarlos con los extraterrestres de la última Guerra de los Mundos. Quizá alguien debiera reescribir la historia, aunque en vez de caballos y mulas habría que buscar un medio de transporte más ad-hoc con algún género de lectura o película que obsesiona a la gente en nuestros días, ya que me parece que las de caballeros andantes están un poco añejas. Tal vez algún detective de medio pelo que termina siempre resolviendo casos que involucran grandes intereses trasnacionales vendría bien. Pero para tal efecto, me parece que las montañas y valles que veo en este momento no son un escenario óptimo.


Del lugar en Italia me fui con la sensación de quién deja a su familia para emprender un viaje largo y de retorno incierto. Fueron semanas muy bonitas y de establecer relaciones muy especiales, para bien y para mal. Es una interesante experiencia convivir con un grupo tan reducido de personas de orígenes tan distintos y, de no ser por el alivio que de tanto en tanto traían los grupos de huéspedes, creo que varias veces estuvimos a punto de solucionar las cosas a la usanza antigua. En general a estos lugares llega gente que no ha podido adaptarse con mucho éxito al ambiente social del que provienen, y con ellos acarrean un montón de trancas y problemas que hacen difícil la relación. Yo, por mi parte, creo tener una fuerte tendencia a necesitar mi espacio y tiempo en solitario, y este es un lujo que no siempre puede tenerse cuando se vive en comunidad. En general la necesidad de trabajo es constante y para esto se requiere interactuar; y de esta interacción pueden surgir fricciones que, de no ser tratadas a tiempo (y no siempre pueden tratarse con ciertos individuos) se acumulan hasta que explotan. De hecho la noche antes de partir Mario me contaba que estaba seriamente contemplando darle el finiquito a uno de sus ayudantes. Yo ni lo apoyo ni lo critico; pero ciertamente lo entiendo.


Todas las curvas en ascenso, más el hecho de estar mirando la pantalla de mi computador, me tienen bastante mareado. Alguien alguna vez me dijo que el mareo es un efecto producido por una disociasión en la percepción del movimiento. O sea, como mi cerebro percibe que estoy estático sentado frente a mi computador (percepción entregada por la vista), pero a la vez hay una sensación de movimiento; se produce el efecto desagradable que llamamos mareo. Aunque ahora el efecto más bien está pareciéndose a las ganas de vomitar, así que voy a dejar de escribir. Hasta una próxima entrega.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Hoy amanecí un poco mejor, después de un par de días resfriado. Estúpidamente resfriado, habría que decir. Porque el lunes, después de pasar 20 días de corrido trabajando en la cocina mañana y tarde, tuve un día libre y decidí ir a Cita di Castello a nadar a la piscina temperada. Para mi sorpresa, mi estado físico (fuera de una prominente barriga que adornaba la parte superior de mi zunga) es aún bastante decente, y logré nadar 1.500mts sin mayores dificultades. Pero al salir me di cuenta de que no había traído más zapatos que las sandalias que utilicé para ducharme, así que tuve que salir caminando con los pies y la cabeza mojados, a un clima mucho más frío y ventoso de lo que había estimado. Eran cerca de las diez de la mañana y, cuando por fin llegó el bus de la una, yo ya estaba estornudando y con mucho frío. Además el día anterior (ya en la mañana se habían ido los últimos huéspedes) había salido a dar una larga caminata a través de cerros y valles, y creo que había amanecido un poquito insolado.

Por primera vez en mi vida estuve a cargo de una cocina (más que a cargo, estaba completamente sólo cocinando), y los resultados fueron bastante satisfactorios. Una de los platos que más euforia causó fueron los crepes rellenos con crema de tofu. Es muy fácil y les dejo la receta acá:

-Para los crepes (8-10 crepes medianos):
2 o 3 zapallitos italianos (zucchini) medianos
8 cucharadas de harina (yo usé semi-integral)
1 cucharadita de polvos de hornear
3 huevos de campo grandes
Aeceite de oliva
sal y pimienta a gusto.

Rallar los zucchini, batir los huevos y mezclar. Agregar 6 cucharadas de harina revolviendo constantemente. Si la masa es todavía demasiado líquida, agregar las restantes dos cucharadas. Debiera formarse una pasta semi-líquida, ni muy sólida ni muy jugosa. Si no se está seguro, puede molerse todo con una batidora, pero pierde gran parte de la apariencia estética posterior.

Calentar el horno a temperatura baja (acá se mantendrán los crepes). Poner un sartén al fuego con una cucharada de aceite de oliva, hasta que el aceite esté bastante caliente (no sobrecalentar). Agregar tres o cuatro cucharadas de la mezcla y bajar a fuego lento. Después de dos minutos, voltear. Otros dos minutos y debiera estar listo. Meter al horno en una bandeja para mantener temperatura. Limpiar el sartén con una servilleta, volver a agregar aceite, y repetir el proceso hasta acabar la mezcla.

-Para el relleno:
100grs de tofu orgánico
40grs de tomates deshidratados
40grs de aceitunas sin carozo
Media taza de agua
2 cucharadas de aceite de oliva
Sal a gusto

Juntar todos los ingredientes y batir hasta lograr una pasta espesa. Puede agregarse un poco más de agua si resulta difícil de batir.

-Final:

Sacar los crepes del horno y esparcir el relleno sobre ellos. Doblar a la mitad y servir. Acá lo servimos con quínoa y acelga al vapor (con un poco de jugo de limón).



También tuve mucho éxito con el almuerzo medio oriente, que consistió en humus, babaganoush y trigo mote. Ahora, eso sí, no hay tiempo para dar esta receta, porque ayer estuve pintando la señalética para un camino de 15 kilómetros y ahora salgo con la mochila cargada a poner los signos en su lugar. Ojalá no me vuelva a insolar.

sábado, 30 de abril de 2011

Feliz Pascua

Un par de cosas para contar.

1) La del Ángel.

Hace algunos días fui a visitar Asís. Me llevaron en auto hasta Perugia, y de ahí tomé un tren hasta la estación Santa Maria degli Angeli, donde hay una basílica que según me cuenta Fabio (el que no come alimentos procesados ni cocidos, pero que en este preciso momento está en la cocina picoteando unos restos de pizza que hicimos hace algunos días) da el nombre a la ciudad de Los Angeles en California. Yo deduzco que en Chile no fuimos ni más ni menos creativos, así que estuve en el alma mater de la ciudad donde viven mis abuelos, tíos y primos. Después de la visita de rigor a la basílica, que cuenta con una capilla interna que data de la edad media, me dispuse a recorrer los cuatro kilómetros que la separan de la ciudad misma, recorrido en línea recta y ascendente por una vereda de ladrillos. Deben ser cientos de miles de ladrillos, y cada uno tiene un nombre italiano escrito. No tengo la menor idea de qué significará esto, aunque probablemente los guías a bordo de los buses cargados de turistas que pasaban a mi lado daban una explicación más que convincente, ya que todos los pasajeros miraban el camino con las manos y las narices pegadas a los vidrios.

En asís hay otra basílica, la de San Francesco, donde además están enterrados los restos del santo. El pueblo es muy bonito y no se permiten autos particulares dentro de sus murallas, lo que le da un carácter más extratemporal, si uno logra abstraerse de las casas de cambio y de la gente posando para fotos.

Pero no era Asís lo que yo iba a visitar, sino el Eremo delle Carceri, en el Monte Subasio. Es una ermita a otros cuatro kilómetros de Asís, donde San Francisco pasaba los días en comunión con la naturaleza y con Ágape, el “amor que devora” del que habla Paulo Coelho en El Peregrino (qué le iba a hacer, el único libro en castellano que hay en este lugar tenía que ser de Coelho). En este lugar -al que según pude ver llegan pocos visitantes, tal vez desalentados por la obligación de mantener silencio- no hay más que una pequeña construcción de piedra y un bosque para caminar y admirar el valle en un cuadro no muy distinto a lo que se debe haber visto hace ocho o nueve siglos. En el bosque hay cruces, garitas, y una estatua de Francisco recostado con las palmas en la nuca y los ojos cerrados. Debe haber estado durmiendo la siesta. La construcción llama la atención por lo pequeña que debe haber sido la gente. Hay que encorvarse por completo para atravesar los portales. En realidad eran un poco esquizofrénicos, porque los umbrales de las iglesias son ridículamente altos (alguna vez alguien me dijo que eran tan elevados para que pudiera pasar el “altísimo”).

Cuando ya iba siendo la hora de almorzar, me encaminé de vuelta, primero a Asís y luego a la estación. La verdad es que ya estaba un poco aburrido de caminar, así que comencé a hacer dedo. Debido al escaso flujo vehicular mis intentos eran bastante fútiles, y ya llegando a Asís pensaba retomar el camino de ladrillos nominales y olvidarme de la posibilidad y el riesgo de que alguien me llevara. En estos pensamientos iba cuando el ruido de un motor me hizo dar vuelta y probar suerte, quizá por última vez. Y como pasa comúnmente con las últimas veces, esta vez el auto se detuvo. El hombre (debe haber tenido pocos años más que yo) me miró y me saludó diciéndome fratello, y me preguntó a dónde iba. Le contesté que a la estación, y me ofreció llevarme. Manejaba un Fiat que no tendría más de uno o dos años, y junto a la palanca de cambios tenía una cajetilla de cigarrillos. Lo primero que me preguntó una vez a bordo fue si era de Bulgaria, lo que posteriormente ha dado pie para que quienes escuchan mi historia duden de la plausibilidad de lo que este tipo decía. Porque ni bien le expliqué que no era búlgaro, comenzó a contarme que él era uno de los 14.000 ángeles que según el Apocalipsis pavimentarán la segunda venida de Cristo. En realidad la locura de lo que decía se matizaba bastante por el hecho de que se veía una persona bastante tranquila y en paz, y mientras hablaba no intentaba convencerme de nada, y lo decía todo como si fuera lo más natural del mundo. Para él, la segunda venida sería en forma de energía crística, algo que cada uno debía desarrollar en su corazón. También hablaba de que el planeta se encuentra pronto a entrar en una fase en la que ya no viviremos en cuatro dimensiones (contando el tiempo) sino en cinco. Y como prueba de su fe (lo de prueba es un agregado mío) comentaba que había renunciado a su trabajo y que ahora vivía de “encontrarse con la gente correcta”. Me dijo mucho que escuchara mi corazón, que ahí estaban todas las respuestas, y al dejarme junto a la estación me pidió si podía mirar la palma de mi mano izquierda. La tomó, la observó y me dedicó una mirada sonriente, pero no quiso decirme nada más. Sólo me repitió que escuchara mi corazón. Lo único que me devolvió el sentido de lo gracioso de la situación fue que cuando le pregunté si la venida iba a ser en 2012, año que todos los pronósticos esotéricos determinan como punto de cambio en la historia, el ángel se puso bastante serio y dijo “la verdad es que según nuestros cálculos debiera ocurrir en 2013”.

Debo reconocer, eso sí, que todo el camino de vuelta fui vigilando mis pasos para no tener un accidente, no fuera que ésto lo había hecho sonreírse al ver mi mano.

(Suena Sólo le Pido a Dios, versión Mercedes Sosa – León Giecco, casualidad cortesía de Fabio)

2) Confusiones Lingüísticas.

Hace dos días Monica, la hija de Grazia (que trabaja conmigo en la cocina) me invitó a dar un giro. Es una ragazza muy bonita que estudia moda en Boloña, tiene el pelo corto y levantado, medio punk, y me da un poco la idea de Lisbeth Salander, la protagonista de los libros de Laarson. Durante el fin de semana de Pascua la casa funcionó a toda máquina, todas las habitaciones estaban ocupadas y la cocina andaba como la sala de máquinas del Titanic, así que tuve que pedir permiso a Mario para ausentarme por algunas horas. Con el compromiso de que en la mañana ayudara a dejar avanzados los preparativos de la cena, y de que volviera a las ocho para lavar los platos, me dio la tarde libre, y yo salí cual Cenicienta a mi primera cita con una italiana. Recorriendo en su macchina las montañas de la Umbria llegamos a la casa de una de sus amigas, un ashram familiar en el que estaba el clon de Vincent Cassell, aunque en este caso era pintor (pintor con todas sus letras, con una boina y contando anécdotas sobre un impresionista que se había enojado cuando le habían pedido tinta negra). Además de él, había niños rebotando por los sillones, un puñado de hippies sentados junto a la chimenea, olor a incienso y un ventanal impresionante, como de 5x3 metros que mostraba los picos de las montañas. Acá estaba Celeste, una amiga de Monica, con la que vive en Boloña y que estudia danza contemporánea. Sin desmerecer a mi anfitriona, quise secretamente que la que me hubiera invitado a salir fuera la bailarina. Quién sabe en realidad, porque de la cita saqué una invitación a visitar Boloña, cuna de la primera universidad europea.

Las burlas idiomáticas se han hecho más frecuentes, lo que da indicios no sólo de que hay más confianza, sino también de que mi nivel algo ha mejorado, pasando del nivel doy pena al nivel doy risa. Si tuviera algunos meses más creo que llegaría al nivel doy envidia, aunque si hablaramos de años creo que retornaría al nivel doy pena, como el irlandés que conocí y que lleva treinta años acá. Como es músico, la gente no pone atención a sus letras sino a su acento, lo que lo llena de frustración. Pero en fin, lo que me tiene escribiendo es contar que del ashram partimos en dos autos (yo, las dos ragazze ya mencionadas, un tipo que parecía sacado de un concierto de Joy Division, otro que hablaba todo el rato de yoga y que me cayó muy bien y la novia de alguno de los dos) a otro lugar, un bar caminero al que finalmente tuvimos que llegar caminando porque la strada estaba chiusa. En el auto en el que viajábamos Celeste, Monica y yo, comenzamos a hablar sobre la vida, sobre mis estudios, y todo eso. Para entender la confusión que se generó en este punto, hay que tener en cuenta que mi italiano consiste básicamente en algunas reglas de conversión que he generado de manera autodidacta (cambiár la jota por doble ese, la cehache por k, etc.). Y cuando me preguntaron sobre la vida universitaria en Chile, yo les conté que para mí había sido muy buena, pero que había tenido demasiados excesos. Y ellas, un poco sorprendidas, me preguntaban que cuál era el problema de esto, si acaso me había contagiado alguna enfermedad o algo así. Y yo les explicaba que no, pero que consideraba que tanto exceso no era bueno, y que a mí un poco se me había pasado la mano. Supongo que los lectores más despiertos ya habrán captado que lo que en realidad yo estaba diciendo era que en la universidad había tenido demasiado sexo, y que estaba un poco arrepentido de haberme entregado tan desenfrenadamente a una actividad sexual carente de límites. Esta confusión, una vez resuelta, me convirtió en el blanco de burlas del resto de la jornada, pero de todas formas lo pasamos muy bien. Espero que, de visitar Boloña, haya algo más que valga la pena escribir.

De todas formas, no soy el único por estas tierras que ha debido adaptar su lenguaje desde el castellano. Por ejemplo está Rita, una cubana que vino a dictar un retiro hace dos o tres fines de semanas, y de la que pude notar que el verdadero riesgo no es hablar mal el italiano, sino terminar también hablando mal el español. La única conversa que tuve con esta mujer -copia feliz del oráculo de Matrix- me dejó espantado por la posibilidad de terminar perdiendo toda capacidad discursiva en una lengua específica, en pro de una habilidad aumentada para darse a entender en otros idiomas. También está el colombiano que me atendió en la caja de una tienda en el aeropuerto de Pisa, que después de algunos minutos captó que yo hablaba español. Cuando le dije que era de Chile llamó a una de las meseras -una argentina-, y al que preparaba los sándwiches, que creo que era de Puerto Rico. Ahí estábamos los cuatro conversando cuando yo les pregunté cuánto les había tomado comenzar a hablar decentemente el italiano. “Seis meses”, dijo el colombiano. “Entre cuatro y ocho”, acordaron la argentina y el portorriqueño. Y como si nada, alguien de atrás mío en la cola dijo “¡a mí me tomó un año!”. Total que estábamos todos en la misma...

3) Recuperando los Kilos.

Ya va siendo hora de que me vaya a realizar mi práctica de yoga, pero quería contar brevemente que -fuera de mi hora de posturas en la tarde y mis ejercicios de respiración en la mañana- mi vida acá ha sido embarazosamente sedentaria. Trabajar en la cocina claramente no ayuda, y entre excusa y excusa me está creciendo una barriga que amenaza con bloquear completamente la visión de mis empeines. Parte del problema es mi obsesión con la comida saludable, que acá encuentra tierra fértil al punto de volver la comida más sana en un exceso insalubre. Parte también es que cocinamos mucho, la gente en Italia come como si el mundo se fuera a acabar, y no bien terminan la colazione comienzan a hablar del pranzo, sabiendo que sólo quieren que llegue éste para poder hablar de la cena. Y la última parte es que, a pesar de tener un montón de montañas y senderos para explorar, mi gasto calórico diario haría sentirse orgulloso cualquier chofer de camión. Un poco por esto, por la visita a Asís y por la lectura de Coelho, he pensado hacer una caminata que va de Aís a Gubio. Es un peregrinaje a través de valles, ciudadelas y montañas, que debiera tomarme entre cuatro y cinco días. Ya me conseguí una carpa y un saco de dormir, veamos si logro sacudirme la modorra y hacerlo. Por ahora, al yoga.

4) Postludio.

La casa está vacía, después de una semana a tablero vuelto. Durante Semana Santa, hubo un seminario sobre Krishnamurti dirigido por un físico indio que atrajo a personas de cuatro continentes. En la cocina trabajábamos a todo dar, y por todos lados había gente, ruidos, conversas... Celebraron mucho varios de los platos que preparamos, y yo recibí alabanzas por una torta de zanahorias que llevaba casi un kilo de mantequilla, otro tanto de azúcar y queso ricotta. Recibí muchas invitaciones para ir a visitar lugares y gente, y una oferta de trabajo que desde el punto de vista financiero significa poco, pero del personal vale oro. Conversando con un hombre de Eritrea, me convencí por primera vez en mi vida de que quiero votar, tantas veces como pueda, aunque sea nulo. Me sentí un poco incómodo por haber sido indiferente a este derecho, del que tanta gente en el mundo ha sido deprivada. En Viernes Santo vimos Jesucristo Superestrella con una israelita y una sudafricana, y luego nos quedamos conversando y viéndola de nuevo con el sonido apagado. Me reí mucho con dos gemelos de 12, de Milán (uno del Inter y el otro del AC, por chileno yo forzosamente fui del Udinese). Fui el confesor involuntario de un par de damas mayores que lo único que necesitaban era un oído al cual dedicar un monólogo interminable. Fueron días muy intensos. Y así, tal como llegaron, se fueron, y el miércoles no éramos más que yo y Mario sentados junto a la chimenea, hablando sobre el síndrome del nido vacío. Todos sus hijos han dejado ya la casa, y yo hace un par de años que partí de la mía, al mismo tiempo que me alejé físicamente de mi ciudad y mis amigos. Hablamos mucho de la distancia y de la culpa, de generar lazos y de después tener que cortarlos. Él cada otoño experimenta la partida de todos los huéspedes, que no volverán hasta bien entrada la próxima primavera. Y la casa queda, como ahora, vacía. Debe ser como cuando en Inglaterra los alumnos partían de vacaciones, y a los que permanecíamos en el colegio nos tomaba varios días sacarnos esa incómoda sensación en el pecho, por mucho que durante el semestre lo único que quisiéramos fuera no volver a verlos más. O debe ser como cuando en menos de dos años mis papás nos vieron partir a mí y a mi hermana, aunque luego comenzaran a llegar los nietos y las postales. O como cuando su mujer falleció sin alcanzar a despedirse de sus hijos. Todo esto nos llevó a pensar en la muerte, en cómo la enfrentamos y en por qué hacemos tal escándalo al respecto. Ambos concordamos en que el temor a la muerte no es algo natural, es algo totalmente condicionado por el estilo de vida que llevamos. En el libro sobre la fermentación de alimentos que ya mencioné anteriormente, el autor dedica un capítulo completo a generar un cambio social y -como portador del VIH-, se extiende ampliamente en el tema de la muerte, diciendo que cuando él muera no quiere dar su cuerpo a la industria funeraria, quiere que le den un entierro doméstico, y que su cuerpo vuelva a los ciclos eternos de putrefacción y renacimiento. Me pareció una forma coherente y bella de ver la vida. Mario había leído un libro en el que se entrevistaba a personas que habían trabajado con enfermos terminales, principalmente médicos y religiosos. Y todos coincidían en que lo más difícil era sacar el sentimiento de culpa de los enfermos, la sensación de que por el resto ellos no podían morir. Y una vez que se les hacía ver esto, la muerte se aceptaba como algo mucho más natural. También me acordé de la última vez que vi a mi perra, de paso por mi casa hace algunos meses. La vi vieja y cansada, y no me pareció mal que muriera. No la vi sufriendo por la perspectiva de morir sino, muy por el contrario, casi con ganas de entregarse al descanso final. Los viejos de alguna tribu no recuerdo dónde se alejan de la aldea cuando sienten que les queda poco, y van a morir tranquilos a la orilla de un río. Nadie los va a buscar para insistirles que vuelvan, que todavía hay posibilidades. Es natural, y la vida continúa. Mi vecina pidió que la dejen en paz durante sus últimos meses, que no quiere luchar más contra el cáncer y que quiere estar en su casa. Yo he pensado que para una mente que no carga con apegos, que es capaz de vivir intensamente cada momento con todos los desafíos que la vida plantea, la muerte no existe. Tal vez este es el significado original de lo que el mundo cristiano celebró el fin de semana que yo pasé con gente de cuatro continentes.

martes, 12 de abril de 2011

La tecnología y la generosidad de mi madre permiten que, mientras atravieso sentado en la camioneta de un panadero las praderas alemanas al este del Río Elba, pueda escribir algunas cosas que se me vienen a la cabeza.
Lo más importante es que estoy acompañado por una persona que, por lo poco que le puedo entender, vive sin conflictos. Es panadero, tiene una familia de siete hijos, se levanta todos los días a las 4am, vive en la misma cuadra que su mamá (la que, a su vez, atiende la panadería), ha pasado la mitad de su vida como comunista y la otra mitad como capitalista, vende lo que produce el mismo, no le gusta la cerveza ni el vino, ha salido una vez de Alemania (acompañando por una semana a un amigo a Turquía), y ninguna de estas cosas le importa en lo más mínimo. Por lo que veo, no se debate preguntándose qué debiera o qué no debiera hacer, no le importa trabajar jornadas de 16 horas (en realidad no sé si lo ve como un trabajo, ya que pasa todo el día riendose, primero en la panadería y luego con los clientes a los que visita, y a los cuales les acepta cuanta taza de café le ofrecen), y tampoco se cuenstiona si tiene muchos hijos. Su señora tiene 33 años y no se aproblema por haberse casado muy joven, hace 11. Ambos son evangélicos. Ella nunca vivió en la Alemania de Hönnecker, y se burla de que su esposo tuvo que estudiar ruso en el colegio. No tienen mucha idea de lo que es la comida orgánica, y no ven ninguna razón para ser vegetariano, pero no ven ninguna tampoco para cuestionarlo. Él pregunta si Chile todavía es comunista, porque eso aprendió cuando niño, y se ríe mucho cuando tarareo la canción de la Internacional. Cuando me cabeceo por el cansancio en la van (soy su aprendiz y colaborador, así que tengo que llevar las mismas jornadas maratónicas), me deja tranquilo. Cuando me despierto me golpea el hombro y se ríe.

Ayer aterricé en un aeropuerto cerca de Hamburgo, desde Pisa. Me había acostado tarde por todo lo de ir a ver la torre y quedarme conversando con gente en el hostal, y como el vuelo era a las 7am, tuve que levantarme de madrugada. Desde el aeropuerto tomé un par de trenes que me llevaban hacia el este, lo que yo notaba porque el concreto se hacía cada vez más presente, y con él los grafitis y los autos viejos. Es muy loco estar en lo que era la RDA, muy distinto a lo que había visto de Europa hasta ahora. La gente se viste, habla, y hasta mira distinto, incluso los jóvenes. Las mujeres esquivan la mirada, y los hombres caminan con los hombros un poco encojidos. No sé cuánto de esto es real y cuanto es lo que yo mismo quiero ver, pero me ha parecido distinto. Aunque eso no es lo que quería contar. La cosa es que ayer, recién bajado del avión y de los trenes, Malter (que así se llama el panadero), me llevó a dar el tour de los miércoles; porque cada día va a un sector diferente a repartir su mercancía. Yo estaba realmente agotado, pero no tenía muchas formas de negarme. Lo de que no tenía muchas formas lo digo en la forma más literal posible, porque él habla menos inglés de lo que yo había pensado, y nunca entendió que yo no hablaba alemán (lo que se entiende porque en realidad gran cosa de lo que le escribí por correo no debe haber captado). Y así partimos, de villorrio en villorrio, haciéndo sonar la bocina externa (tipo chicharra) que tiene la camioneta y que, para mi desgracia, queda al lado de mi puerta. En una casa nos bajamos dos veces, para comer y almorzar, y de aquí logré sacar y entregar un poco más de información porque la dueña (una viuda con siete hijos y un allegado a cargo) hablaba inglés y hacía las veces de traductora. En todas partes Malter me presentaba y explicaba que soy de Chile y que no hablo alemán, lo que a toda la gente parecía causarle mucha gracia.



Mi narración se vió interrumpida porque paramos en casa de Tanja, una cliente-amiga que se habia comunicado por correo conmigo anteriormente, ya que habla inglés (en gran parte por esto tuve la idea de que Malter también lo hablaba). Ahí Malter aceptó un par de cafés y conversamos sobre lo importante de que el conocimiento de los oficios tradicionales se pase de persona a persona, como herramienta para combatir la corporativización y el uniformamiento del mundo. Tanja tiene un horno a leña construido por Malter, y éste prometió que la próxima semana tendré la oportunidad de ayudarlo a construir uno.

Pero ahora estamos de vuelta en la camioneta, y yo mastico un pan danés preparado esta mañana. Lo que quería contar más arriba era que, entonces, el día de ayer fue agotador. Agotador como pocos. Y ya hacia la noche, cuando yo rezaba a mis santos para que el paseíto terminara pronto, llegamos a un hospital, lo que en cierta forma encajaba bastante poco con nuestra rutina laboral. Acá nos bajamos y yo algo logré comprender de que íbamos a visitar a un amigo. El encuentro fue con un hombre postrado en una cama (creo que había sido víctima de un accidente cerebro-vascular), que desde que llegamos hasta que nos fuimos -algo así como tres cuartos de hora después-, no dejó de hablar y hablar, con los ojos desorbitados. Para mí al principio no hubo ningún problema, pero de pronto me dí cuenta de lo improbablemente absurdo de la situación y, viéndome sentado en un hospital de la ex RDA, frente a un minusválido que no paraba de hablar como pastor de plaza pública, me vino un ataque de risa que mientras más intentaba controlar, más fuerte se hacía. Y así me pasé el resto de la visita, mirando el suelo y tratando de convertir la risa en muecas de cansancio, hasta que ya hacia el final Walmer le comentó al pobre hombre que yo venía de Chile, y nos pusimos a conversar -mediante mímicas-, sobre el gobierno de Allende y los éxitos y fracasos del programa de reforma agraria.

En fin, esta es mi vida en este momento. Vine con la intención de aprender panadería tradicional alemana, lo que espero poder concretar. Lo que sí se es que este es un lugar para esculpir el carácter. Si logro quedarme las cinco semanas que originalmente planeé (cosa que, al ritmo que vamos, no puedo asegurar) y mi temple no ha sido fortalecido, entonces ya no hay nada que lo vaya a fortalecer.


(Publico esto algunos días después de haberlo escrito, y habiendo abandonado mucho antes de lo previsto el lugar en que me hospedaba. En realidad, Walmer necesitaba alguien que estuviera pudiera entregarle muchas más horas de trabajo de las que yo estaba dispuesto a entregar. El sacrificio no valía la pena, ya que no me encuentro en situación de necesidad -por muy relativo que pueda ser este concepto-, y tengo en mente algunas cosas que requieren bastante tiempo libre para ser trabajadas. De todas formas, la estima por mi anfitrión permanece intacta, y creo que peca de una muy genuina inocencia cuando se pregunta por qué los ayudantes le duran tan poco. Yo creo que la falta prolongada de sueño y la exposición constante y sorpresiva a el sonido explosivo de la chicharra produce, en las personas dotadas de menos energía y de más conflictos psicológicos, síntomas cercanos a la locura, los cuales no creo pertinente describir acá, pero que hacen impracticable la existencia como colaborador de un iluminado con una voluntad laboriosa tan alta como la de Walmer. Fue interesante explorarlos, pero esa definitivamente no es mi vida. A la mierda el pan, a la mierda el carácter. Un oficio menos del cual preocuprase. Tuve que decir un par de mentiras piadosas para abandonar el lugar, espero que el estado de debilitamiento general de mis procesos sinápticos sea justificación suficiente)

domingo, 3 de abril de 2011

Para entender por qué estoy sentado con el computador en la falda y la espalda reclinada sobre la pared lateral/norte de una capilla medieval en las montañas de Umbria, bajo un cielo azul radiante y rodeado de colinas cuyo tímido verdor anuncia la llegada de la primavera boreal, haría falta ir bastante más atrás y relatar algunos aspectos de mi vida en los últimos años; aunque para llegar a una explicación acabada y coeherente, habría que narrar mi vida completa, y probablemente bastante más atrás. Puede que algo de esto vaya apareciendo a medida que escribo, pero por ahora baste con decir que acá estoy.

Hace un par de horas que terminé de trabajar en la cocina (estuve dos semanas en un centro de retiros recibiendo comida y alojamiento a cambio de trabajo), y tengo la tarde y el día de mañana libres. Cómo el martes parto rumbo a Pisa para tomar un avión a Hamburgo el miércoles en la mañana, se puede decir que mi trabajo formal en este lugar terminó. La estadía acá fue necesaria, porque me ha dado una cierta perspectiva y ayudado a comprender en qué estoy en este momento -con el agregado quizá más importante aún de comprender en qué NO estoy en este momento, lo cual es mucho más difícil y requiere de una especial atención y destreza. Desde que hace ya varios días serpenteamos en auto con Mario (el dueño) desde el aeropuerto de Perugia por las montañas umbrianas me sentí muy a gusto con el lugar, un amor a primera vista que no sentía desde aquel lejano día en que caminé desde la parada del autobús en Hampshire, Inglaterra hasta el colegio en que terminaría viviendo los próximos 15 meses.

Es difícil creer que hace exactamente dos semanas aterrizaba en Londres después de una estadía de un par de meses en Chile. La ilusión del tiempo es una cosa extraña, dos semanas en cierto sentido parecen una eternidad, y en otros parecen ser más breves que un instante. La distancia con la que en mi mente aprecio la despedida en el aeropuerto de Santiago es la misma que la que separa el ahora de el momento de mi graduación, o de las felicitaciones que recibí anoche por la sopa que preparé. Una sola cosa parece disminuir considerablemente en el tiempo: el miedo. Y esto de alguna manera también es extraño, porque en alguna época de mi vida sentía que el miedo sólo aumentaba conforme pasaba el tiempo.

Lena, la hija de Mario que a la sazón era alumna de mi colegio en Inglaterra acaba de salir de la cocina con un vaso de jugo de uva de las parras que tienen acá, y que supongo fue hecho de la cosecha del último otoño. El jugo tiene unos pequeños cristales formados por el ácido tartárico de la fruta, y no tiene nada más que uvas orgánicas: ni azúcar, ni preservantes, ni nada. Es muy sabroso y espeso, y se puede apreciar toda la aspereza de la fruta. Además el agua -que es la que he bebido todos estos días- es obtenida de una fuente natural a pocos metros de aquí.

Mis días acá han sido tranquilos. Me despierto poco antes de las ocho (como ya es costumbre en los últimos meses, minutos antes de que suene la alarma), y durante las noches duermo tranquilo. En un comienzo era un poco difícil dormir, porque mi habitación está conectada a un piso superior con el que comparte la calefacción, la cual es a gas, queda a los pies de mi cama y es muy ruidosa. Como al principio me habían dicho que uno de los participantes del retiro que se hizo el primer fin de semana se iba a hospedar en el piso superior, la idea era mantener la calefacción encendida toda la noche. Y como no me informaron que el hombre se había instalado en otro lugar (aunque me llamaba la atención lo silencioso que era y lo temprano que apagaba las luces), pasé las primeras dos noches con mucha dificultad para conciliar el sueño. Cuando durante el desayuno del tercer día le pedí perdón por que mi teléfono había sonado durante la noche, fui el blanco de la burla generalizada; supongo que un poco por la situación y un poco por la vergüenza ajena que contenían por verme hablando en italiano. Porque eso ha sido otra constante de mi estadía, mis infructuosos esfuerzos por hablar la lengua bachicha, que a ratos me hacen sonar como un argentino dirigiendo el concurso de la parrillada más grande del mundo. Es tanto el esfuerzo que representa, que las primeras noches, mientras intentaba conciliar el sueño, tenía sobresaltos súbitos en los que mi cabeza intentaba italianizar ciertas palabras. Pero en fin, decía que mis noches son tranquilas, aunque ahora que hago memoria me doy cuenta de que estoy soñando mucho. He soñado con muchas cosas distintas, incluido un sueño en el que íba en el auto con mi mamá y mi tía y veíamos cómo la luna comenzaba a caer sobre la tierra y nos dábamos cuenta de que era el fin del mundo.

Así con mis noches. Durante el día por lo general trabajaba de mañana y de tarde en la cocina, con Grazia, una mujer que por lo que me he dado cuenta se vé mucho más joven de lo que es (una constante por estas latitudes, desde que el primer día ví a la señora que prepara los quesos y a la cual bauticé como Formaggio Lady, que tiene 87 años y ordeña sus vacas todos los días para hacer unos quesos artesanales que me hicieron tirar mis ideales veganos por la borda). Grazia no sabe mucho de cocina, y se guía al pie de la letra por las recetas que le entrega Mario (el cual goza de una veneración casi feudal), pero nos reímos mucho y hemos cocinado cosas buenas. Al principio habían dos tejanos de veintipocos que estaban quedándose como wwoofers, y con los que hice muy buenas migas. Además tienen el mérito de ser las primeras personas que he conocido a las cuales se les enseñó en el colegio que la teoría de la evolución es mentira. Junto a ellos estaban Fabio y Antonio, de Roma y de Trento. El primero sigue una estricta dieta que no incluye ningún alimento que haya sido procesado o cocido, pero a quién siempre ví raspando la olla y saboreando los últimos restos del hipercocido almuerzo o comida. De Antonio no es mucho lo que puedo decir, lo que es otra forma de decir que es demasiado. Quizá baste con decir que si alguien está pensando en hacer una película y necesita un loco de esos con la mirada perdida, los pómulos hundidos y barba mesiánica, le tengo el dato perfecto. Un día en que no habían huéspedes me tocó trabajar con él construyendo una jaula XL para una de las gatas (es un castigo porque los conejos están en época de apareamiento y la gata ha matado decenas de crías a las cuales les arranca la cabeza a la salida de las madrigueras) y pasé la tarde completa pasando del miedo a la risa histérica. Además era muy difícil tomar en serio a alguien que usaba la palabra mangiar para referirse al episodio del felino.

Además un día fui a Perugia, una ciudad muy italiana y por ende muy bonita. Aunque Lena, que fue mi guía turístico, dice que no tiene nada especial. Ella vive ahí con la familia de una amiga, porque estudia en un colegio local. Y planea volver el próximo año a Inglaterra, aunque no está segura. Ahí vagamos por calles y callejones, almorzamos en un restaurante escondido entre los muros que encierran uno de los pasajes peatonales, y nos reímos acordándonos de viejos tiempos y amigos comunes. En un momento, mientras esperábamos la minestra y conversábamos, me sentí como un conspirador que habla de cosas que pocos saben, en un lugar que pocos conocen.

En este preciso momento Antonio se ha sentado frente a mí a sorbetear su decimoctava taza de café del día. Y ahora, entre sorbo y sorbo, se dispone a liar un cigarrillo cuyo número sólo es opacado por las tasas de café. Me hace sentir una ternura bastante especial. Y ahora, tal como llegó, se levantó y se fue. Una de sus características más notorias es que se levanta como si tuviera un resorte en las posaderas, y va derecho a lo que sea que su próxima ocupación determine. Cuando terminamos de almorzar, se levanta y pasa por encima de todos recogiendo los platos sin ninguna atención a si hay interés de repetición, ni siquiera a si se ha terminado o se está con la cuchara a medio camino entre el plato y la boca. Y de ahí se traslada a la cocina y lava y lava sin parar. He escuchado alguna explicación del por qué de su comportamiento y personalidad, las cuales por respeto me veo obligado de omitir acá, pero baste con aconsejar a quienes lean este relato que se mantengan alejados de los químicos que se consumen por vía endovenosa.

Aparte de dos o tres películas, me he dedicado a hojear libros. Hay dos particularmente interesantes. Ell primero es The Heart of Yoga de Desikachar, y el segundo una guía de cómo y por qué fermentar alimentos, una especie de oda al avinagramiento escrito por un norteamericano portador del VIH que atribuye gran parte de la responsabilidad de su supervivencia a sus prácticas culinarias, y que aboga por una sana convivencia con las bacterias y microorganismos, en vez de la guerra a la cual estamos acostumbrados. Ha sido una muy buena lectura y la próxima vez que tenga algo así como un domicilio, voy a comenzar a explorar algunas de las técnicas. Por ahora ya he escrito mucho, y el sol está pronto a esconderse tras las montañas.

Dedicado al cercenado prepucio de mi ahijado.